LA LIBERACIÓN
DE ELEGGUÁ
Eleguá, que es muy
fiestero, estaba triste porque
en la casa de Shangó había
un
tambor el domingo y él
no podía asistir
porque no
tenía
dinero. En eso pasó Obatalá
por allí y viéndolo tan
compungido, le preguntó:
–¿Qué
te pasa?
Eleguá
le contó
el motivo de su tristeza.
–No importa –le
dijo
Obatalá–, yo te presto tres
pesos, con la condición de que el
lunes tú comiences
a pagármelos con trabajo.
Así
acordado, Eleguá comenzó a trabajar
el lunes en casa de Obatalá.
Transcurrieron varias
semanas, las semanas se convirtieron en meses
y Obatalá nunca decía cuándo
se
acababa
de pagar aquella deuda.
Hasta que un día
se enfermó y llamó a Orula, para
saber cuál era
su padecimiento.
–Mira –le
dijo
Orula–,
la causa de tu
enfermedad es que
tienes
un
preso en tu casa.
–¿Yo?
–pensó Obatalá durante
un
rato.
Cuando se acordó
de lo que había sucedido
con
Eleguá lo mandó a buscar
y le dio tres pesos.
–Quiero que vayas
a casa de Shangó –le dijo–, pues
creo
que
hay
un
güemilere. Puedes quedarte
por allá; ya me pagaste con
creces. Pero eso sí,
ven
a verme de vez en cuando.